sábado, agosto 12, 2006

ELEGIA A LA MUERTE DE UN PERRO (por UNAMUNO)

Tus sueños, ¿qué se hicieron?
¿Qué la piedad con que leal seguiste
de mi voz el mandato?

Yo fui tu religión, yo fui tu gloria;
a Dios en mi soñaste;
mis ojos fueron para ti ventana
del otro mundo.

¡Si supieras, mi perro,
qué triste esta tu dios porque te has muerto!
¡También tu dios se morirá algún día!
Moriste con tus ojos
en mis ojos clavados
tal vez buscando en éstos el misterio
que te envolvía.

¡También tu dios se morirá algún día!
Moriste con tus ojos
en mis ojos clavados
tal vez buscando en éstos el misterio
que te envolvía.

Y tus pupilas tristes
a espiar avezadas mis deseos,
preguntar parecían:
¿A dónde vamos mi amo?
¿A dónde vamos?

miércoles, agosto 09, 2006

COBARDIA (por AMADO NERVO)


Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza!
¡Qué rubios cabellos de trigo garzul!
¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza
de porte! ¡Qué formas bajo el fino tul...

Pasó con su madre. Volvió la cabeza:
¡me clavó muy hondo su mirada azul!

Quedé como en éxtasis... Con febril premura,
«¡Síguela!», gritaron cuerpo y alma al par.

...Pero tuve miedo de amar con locura,
de abrir mis heridas, que suelen sangrar,
¡y no obstante toda mi sed de ternura,
cerrando los ojos, la dejé pasar!

LA CASA DE ASTERION (por JORGUE LUIS BORGES)

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que ho hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, cro, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madra; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprndiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distacciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suel, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensantgriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redeentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

martes, agosto 01, 2006

ESGUINCE ( por AARON )

Miraba el esguince que había pintado un hematoma algo extraño –nunca tuve algo similar en mi cuerpo- y mis ojos volaban sobre mi pie, cual par de cóndores que miran alguna presa, pero solo era las ganas de mirar y cuestionarme ese dolor, esa torcedura que no me permitía caminar bien.
Sin embargo, salía por las noches y con un par de copas ya no sentía el dolor. Aunque al día siguiente volvería el dolor con una cuota mayor de intensidad, yo seguía buscando con quien conversar y a la vez ocultar lo debido: aquel saco medio percudido donde se guardan los viejos temores, sonrisas y ardores de las horas que no sé cuántas habré almacenado hasta estos momentos.
Un miércoles por la noche con tragos es como un recreo en medio de la semana. Un viejo amigo con su guitarra espera ser acompañado por una armónica que descompone aquel ritmo, que hasta los gatos saben que la madrugada es para andar por ahí pero no exactamente para escuchar malos músicos.
Ventiladores no gracias. Suficiente frío para una noche de otoño donde los buses pasan escasamente en una avenida desértica con un pampón donde tranquilamente podrían cometerse una serie de delitos.
Charlas de rock and roll, celos de algunos universitarios por sus grupos favoritos, barrigas llenas con una buena comida y agujeros en el corazón como un panal donde ingresan dolores zancudos para servirse de sangre tibia e hincharse hasta quedarse imposibilitados de volar.
El dolor es un estado hermosamente catastrófico donde los ángeles del tiempo vomitan y se retuercen en los rincones del sol, donde la luz es tan grande que los ojos llegan a cerrarse ante tanta inmensidad.
La noche tiene más de boleros, de rock and roll, del folclor de diferentes partes, del folclor propio, del folclor de cada momento en el que cada uno pasa, el silbido o la manera de caminar sin impostación alguna.
Con un cigarrillo que servía de trampolín en mi boca para mi salud, que se lanza al vacío en cada pitada, me interrogo las diferentes maneras en que las personas prefieren vivir haciéndose un gozoso daño.
Cómo pasar por encima de la resaca, de aquel malestar infernal que se forma dentro del cuerpo y pareciera que todo el mundo estuviera a punto de estrellarse contra algún planeta inexistente. Cómo aprender a volar sin saber ponerse en pie.
Cómo dejar de largo las madrugadas, cómo pasar de largo el sueño, cómo no dormir cuando realmente es un antojo, cómo no obedecer un antojo, cómo vivir de madrugadas y anhelar de día, cómo aprender a descomponer el sufrimiento y comerlo cual mandarina, poco a poco.
Bares, salas de casas, veredas, bancas de parques, en cualquier lugar se puede esculpir monumentos del vapor que se escapa de los cuerpos, todas las hojas no son escritas, no todos los gusanos logran comer de la manzana pero las manzanas tarde o temprano se pudren.
Las colecciones de discos o de llagas o de cicatrices se depositan en un álbum de fotos donde pesadamente se puede pasar página por página, sintiendo aquel vetusto olor. El cementerio es digno de persignarse, no siempre se camina por donde uno quiere, no siempre se quiere lo debido, a veces sesenta kilos de huesos se pueden ahogar en un vaso con agua.
La poesía, la música, los aromas, el mar, el cielo con o sin estrellas, los vidrios hechos añicos que centellan en el piso en aquellas tristes noches que se regresa solo a casa, las canciones que ya todos escribieron, las novelas que arrancaron lágrimas desde las arterias, los goles mundialistas o de las pistas en el barrio son algunas motivaciones casi inverosímiles para que todavía se quiera aprender a volar aunque un ser está desposeído de alas.
La ciudad donde se aprende a crecer bien o mal, las ciudades y pueblos donde tocamos cuerpos o intercambiamos corazones o simplemente los regalamos, el muelle que es remojado por el canto del viento en algún sur cuando ya no existen puntos cardinales, la sierra que a dos gradas del cielo te arrebata el aire y te quita esa falsa idea de inmortalidad.
Cosa rara si son las despedidas y las esperas con esa desubicada sensación en la barriga, cuando miras a un lado y estás nuevamente solo o atemorizado por no decidir ser aquel espécimen que serviría como nuestra y germen para navegar en algún arca en un planeta de lluvias caprichosas.
Cosa rara también son los casos cuando las palabras se desvanecen y queda una lengua seca, sin todo que decir, sin las plumas o los dedos necesarios para tratar de coger alguna buena estrella y guardarla debajo de alguna almohada y dejar que crezca ahí debajo.